Es extraño por cierto que las personas que se ocupan de la materia como los físicos, biólogos, químicos y equivalentes tienen muchas veces una noción más acabada del espíritu humano que otros que se ocupan de los asuntos humanos, especialmente ciertos personajes (por más paradójico que parezca) que se ocupan de la psique (alma, en griego). Tal es el caso de Sigmund Freud quien escribió en su Introducción al psicoanálisis subraya “la ilusión de tal cosa como la libertad psíquica [...] esto es anticientífico y debe rendirse a la demanda del determinismo cuyo gobierno se extiende sobre la vida mental”. Y en su correspondencia que se incluye en el volumen quince de The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, nuevamente se lee que constituye “un ilusión tal cosa como la libertad psíquica [...] Ya otra vez le dije que usted cultiva una fe profunda en que los sucesos psíquicos son indeterminados y en el libre albedrío, pero esto no es científico y debe ceder a la demanda del determinismo cuyas leyes gobiernan la vida de la mente”.
¿Cómo es posible que un profesional que dice ocuparse de la psique reduzca todo a la condición de un autómata, situación en la que desaparece todo vestigio humano? Como he señalado en otras oportunidades, si nuestras conductas son el resultado inexorable de los nexos causales inherentes en nuestros kilos de protoplasma, no habría tal cosa como proposiciones verdaderas o proposiciones falsas, no argumentación, no razonamiento, ni ideas autogeneradas, no posibilidad de revisar los propios juicios, ni autoconocimiento. Como bien señala el premio Nobel en Neurofisiología John C. Eccles “No resulta posible mantener un argumento racional con un ser que dice que todas sus respuestas son consecuencia de actos reflejos, no importa cuan complejos ni cuan sutil sea el condicionamiento”.
Si se sostiene que el ser humano hace las del loro o la máquina al eliminar el libre albedrío, se está aniquilando la condición humana. No puede tomarse seriamente a quien postula como verdad algo que en su propio esquema descalifica la misma noción de verdad. Del mismo modo que no se dice que la presión arterial es verdadera o falsa, simplemente es. Para que existan proposiciones verdaderas o falsas debe haber un juicio independiente capaz de juzgar sin estar determinado de antemano a pronunciarse en una u otra dirección. Por ello es que Isaiah Berlin enfatiza que “nos escapamos a los dilemas morales negando su realidad [...], reducimos la historia a una especie de física y condenamos a Genghis Khan o Hitler de la misma manera que condenaríamos a la galaxia o a los rayos gamma”. Y Ludwig von Mises explica que “Para un materialista consistente no es posible distinguir entre acción deliberada y la vida meramente vegetativa como las plantas [...] Par aun doctrina que afirma que los pensamientos tienen la misa relación al cerebro que la bilis al hígado, no es posible distinguir entre ideas verdaderas y falsas igual que entre bilis verdadero y falso”.
Como decíamos al abrir esta nota, la actitud más comprensiva de muchos profesionales que su objeto de estudio estriba en la materia hacia la antropología tal vez se deba a que la física moderna, a diferencia de la física clásica, muestran la equivalencia entre masa y energía a través de estudios de la relatividad, la mecánica cuántica y la teoría de los campos. En todo caso esto se verifica y sobresale si uno lee trabajos, por ejemplo, de Max Plank, Luis de Borglie y Lecomte du Noüy.
Es por su materialismo determinista que, frente a cualquier problema, Freud asigna la causa a situaciones anteriores: que si una persona está deprimida es, por ejemplo, debido a que la madre no le prestó la bicicleta cuando era niño etc. Y no es -según esta criterio- que el recorrido de la vida de cada uno simplemente influya sobre la persona, es que la determina. De allí sale la teoría de que al criminal no se lo debe castigar porque no es responsable de sus actos sino que se debe a “la sociedad”. En este contexto ya no habría acciones sino reacciones, igual que con las plantas y los animales, a determinado estímulo se produce determinada reacción pero no propósito deliberado de un agente moral que decide, opta y prefiere.
Ahora bien, se puede sostener que toda acción se debe a una razón o motivo (la expresión “causa” está reservada a los nexos físicos) y si uno inquiere el por qué de cada instancia parecería que se va en una regresión ad infinitum, pero no es así. En primer lugar, afirmar esa regresión equivale a mantener que la acción no existió ya que si las concatenaciones van para atrás sin fin quiere decir que la razón original nunca se produjo, nunca comenzó. por ende, no habría acción. Pero lo más importante es que las razones o motivos no se asimilan a actos reflejos sino que en cada etapa se trata de sopesar y decidir entre diversas opciones. En otros términos, se actúa en tal o cual dirección debido a que, dados los elementos de juicio de que se dispone, se considera que lo elegido es lo mejor. Entonces a la pregunta de por qué se actuó en ese sentido, la respuesta es porque se estimó la mejor variante y si se inquiere porque la estimación fue de ese modo la respuesta debe verse precisamente en los motivos o razones aducidas. Si se continuara diciendo que eso fue de esa manera y no de otra debido al carácter y la personalidad de quien actúa, deberá recordarse que cada cual con su herencia genética y sus experiencias de vida forma y conforma su carácter, refrena ciertas tendencias y estimula otras a través del ejercicio de su voluntad.
Richard Webser en su voluminoso libro Why Freud Was Wrong concluye que “Freud estaba convencido que la mente podía y debía describirse como si fuera parte de un aparato físico” (de este libro escribe James Liberman en el Journal of the History of Medicine que “hasta donde yo sé, es el mejor tratamiento del tema tanto en contenido como en estilo”).
En realidad todo lo demás en Freud por más incongruente que resulte, es accesorio a su ataque a la libertad. De todos modos, vale la pena recordarlo. En Tótem y tabú escribe que “las prohibiciones dictaminadas por las costumbres y la moral a las que nosotros obedecemos, tienen en sus rasgos esenciales cierta afinidad con el tabú primitivo” y que, por ejemplo, las relaciones incestuosas constituyen “la mutilación más sangrienta, quizás, que se ha impuesto en todos los tiempos a la vida erótica del ser humano”. Henry Hazlitt en su Fundamentos de la moralidad apunta que, según Freud, “el cumplimiento de normas morales solo conduce a la neurosis”. Ronald Dabiez en su obra titulada El método psicoanalítico y la doctrina freudiana precisamente destaca que las ideas y principios que Freud no comparte las califica de “neurosis”, lo cual abre las puertas a peligrosas persecuciones bajo el manto del “tratamiento” (lo cual también subraya Thomas Szasz en La ética del psicoanálisis), en este sentido, Dabiez explica que “la actitud de Freud frente a las creencias religiosas ha evolucionado en el sentido de una hostilidad cada vez más acentuada, al menos por la frecuencia de sus manifestaciones, puesto que, para Freud, la equiparación fundamental de la religión a la neurosis obsesiva se encuentra desde 1907”.
El premio Nobel F.A. Hayek, en el epílogo de su tercer tomo de Derecho, Legislación y Libertad escribe: “Creo que la humanidad mirará nuestra era como una de supersticiones básicamente conectadas con los nombres de Karl Marx y Sigmund Freud. Creo que la gente descubrirá que las ideas más difundidas del siglo veinte -aquellas de la economía planificada basada en la redistribución, manejada por arreglos deliberados en lugar del mercado- y el dejar de lado las represiones y la moral convencional y seguir una educación permisiva estaban basadas en supersticiones en el más estricto sentido de la palabra”.
Salvo las honrosas excepciones del periodismo independiente (un pleonasmo pero, en los días que corren, hay que precisar), esta pretendida filosofía del rechazo a la libertad y el patrocinio de la cerrazón mental impregna hoy buena parte de los medios de comunicación a través de las siempre pastosas “leyes de prensa” y autocensuras y cobardías varias que como bien escribía Octavio Paz en uno de sus ensayos recopilados en Hombres en su siglo al ejemplificar con uno de los canales hoy más populares: “la televisión puede ser el instrumento del César en turno y así convertirse en un medio de incomunicación”.
Según la opinión de Hans Eyseneck, en su Decadencia y caída del imperio freudiano, en los trabajos de Freud “lo que es correcto no es nuevo y lo que es nuevo no es cierto”, conclusión a la que adhiere Richard LaPierre en su libro que lleva por título La ética freudiana. Es claro que lo dicho va a contracorriente de la moda del momento, pero nunca será suficiente el énfasis en exponer los graves peligros de tratar al ser humano como un mero aparato mecánico y, por ende, manipulable al gusto de esa casta arrogante que se autodenomina “experta”, lo cual en nada contradice los consejos y la eventual medicación por parte de profesionales que reafirman la condición humana y su don más preciado que es la libertad.
En el plano de la economía se observa constantemente la arrogancia de “expertos” que pretenden disfrazar políticas autoritarias negadoras también de la libertad por medio de etiquetas que apuntan a suavizar sus designios. Tal es el caso del llamado “socialismo de mercado”, sobre lo cual me explayé detenidamente en su momento a través de las casi cuatrocientas páginas de mi tesis doctoral en economía en la Universidad Católica Argentina (aprobada con la calificación de diez sobre diez) titulada “Influencia del socialismo de mercado en el mundo contemporáneo: un revisión de sus ejes centrales”.
Diario de América
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