Fotografía de 1959 del líder cubano Fidel Castro junto al entonces vicepresidente de Estados Unidos, Richard Nixon, en Washington.
Además de una concepción irrentable del Estado, como entidad de gasto público caprichoso y desequilibrado, y un estilo personal de gobernar, basado en la intervención compulsiva en todos los asuntos públicos, Fidel Castro lega a sucesores y herederos un modo peculiar de manejar las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. En esa esfera se han concentrado las mayores energías intelectuales y políticas del caudillo cubano en el último medio siglo. Y es ahí, en el conflicto con Washington, donde el socialismo insular encuentra sus mayores beneficios simbólicos, pero, también, sus más formidables obstáculos.
Cuando la Revolución triunfó, en 1959, las relaciones entre Cuba y Estados Unidos pasaban por un reacomodo de sus ventajas comparativas. La Enmienda Platt se había derogado veinte años atrás y las propiedades, el comercio y las inversiones se movían hacia zonas industriales no azucareras y de la economía de servicios. La administración Eisenhower, como puede leerse en los despachos consulares de sus embajadores en la Habana, Arthur Gardner y Earl E. T. Smith, no era inconsciente del autoritarismo del régimen de Batista y alentaba un avance hacia la normalización constitucional que permitiera una sucesión presidencial en 1958.
El respaldo de Washington a Batista, entre 1952 y 1957, más allá del realismo político, estuvo fuertemente vinculado a la alianza regional contra el comunismo. De ahí que, más allá del embargo de armas decretado el 13 de marzo de 1958, que virtualmente representó un reconocimiento de la beligerancia antibatistiana por parte de Eisenhower, Fidel esperara un claro posicionamiento de Washington a su favor en los primeros meses de 1959. En un viaje a Estados Unidos, en abril de 1959, en el que no fue recibido por el presidente sino por Nixon, Castro comprobó que el apoyo de la opinión pública norteamericana no reflejaba, necesariamente, el respaldo de todas las corrientes políticas que se movían en torno a la Casa Blanca.
Desde los años de la Sierra Maestra, los rebeldes cubanos aspiraron a que Washington reconociera incondicionalmente su legitimidad. No de otra manera se explica que en el verano de 1958, luego del embargo de armas, Raúl raptara a una docena de norteamericanos y canadienses, civiles todos, que trabajaban en las minas e ingenios de Moa y Nicaro, a cambio de que Estados Unidos impidiera el abastecimiento de combustible de la aviación de Batista y prohibiera la utilización de equipo militar norteamericano. Lo que buscaba Castro era que Estados Unidos rompiera relaciones con Batista y que lo reconociera a él como único líder legítimo de la isla. Las reservas contra el líder cubano se desataron en la CIA, desde 1959, aunque en el Departamento de Estado predominó, durante todo ese año, una corriente moderada que propendía a las buenas relaciones con un gobierno nacionalista, pero democrático.
La tesis de que Washington se propuso un "cambio de régimen'' desde 1959, que en los últimos años ha cobrado fuerza en la historiografía nacionalista, es difícilmente sostenible desde el punto de vista de la historia diplomática. El régimen político cubano, en 1959, no era otro que el de la Constitución del 40, ratificada por el presidente Urrutia y el primer ministro Miró Cardona en la Ley Fundamental del 7 de febrero de ese año. ¿Por qué habrían de oponerse los Estados Unidos a ese régimen si entre 1940 y 1952, cuando estuvo en vigor de manera continua, no se opusieron al mismo? La oposición de Estados Unidos a la Revolución inició cuando, desde fines de 1959, comenzaron a manifestarse claras señales de un giro al comunismo.
En vez de corresponder a la tendencia moderada del Departamento de Estado, Castro decidió soltar las riendas de su antiamericanismo, rechazando el pacto de la Guerra Fría, prioritario para Washington, y buscando una alineación con su rival, la Unión Soviética. Esta decisión, la más importante de cuantas tomó en su larga carrera política, tuvo, naturalmente, motivaciones ideológicas y sentimentales, pero, ante todo, una clara raíz geopolítica: enfrentar a Estados Unidos desde una posición de fuerza. Como se demostró durante Bahía de Cochinos en 1961, la Crisis de los Misiles en 1962 y las tres primeras décadas de su régimen, la inscripción de la isla en la órbita soviética fue un acto de astucia, destinado a perpetuar el poder doméstico y, a la vez, no tener que negociar la vecindad con Estados Unidos sobre la base de la menor concesión.
La forma que adoptó el conflicto cubanoamericano desde el pacto Kennedy--Kruschev era, por demás, sumamente favorable a Fidel Castro. Estados Unidos, con su embargo comercial y su diplomacia anticomunista, trataba a la Cuba revolucionaria como un enemigo, pero no la invadía. La Habana, por su parte, organizaba toda su política exterior en función de la confrontación con Washington, en América Latina, Asia y Africa, sobre todo, pero se aseguraba la protección invaluable de la Unión Soviética. La reducción de la enemistad al ámbito simbólico, que es donde Fidel Castro desplegó toda su maestría, fue altamente ventajosa para la Habana, que globalmente aparecía como la víctima de su poderoso e intransigente vecino.
Cuando en 1989 cayó el Muro de Berlín y en 1992 se desintegró la Unión Soviética, Fidel Castro había perfeccionado extraordinariamente aquella astucia. La Cuba socialista perdió la protección militar de Moscú, pero ya para entonces había ganado una legitimidad considerable en el Tercer Mundo, Europa, y aún, dentro de Estados Unidos, que limitaba la capacidad de acción de Washington en el terreno internacional. En el contexto posterior a la Guerra Fría, el conflicto entre Cuba y su gran vecino adoptó una nueva modalidad, determinada por el incremento de la importancia electoral de Miami y la influencia de la comunidad cubanoamericana en el trazado de la política de Washington hacia la isla.
Durante los dos períodos presidenciales de Bill Clinton (1992-2000), La Habana supo aprovechar en beneficio propio las tensiones entre Miami y Washington, como se comprobó durante los meses previos a la firma de la Ley Helms-Burton, en 1996, y, sobre todo, durante el caso del niño balsero Elián González, en los dos últimos años de aquella administración. Durante las dos administraciones de George W. Bush, el gobierno de Fidel Castro se concentró en presentar, hacia adentro y hacia afuera, la alianza entre Miami y Washington como un engranaje destinado a la invasión de la isla y la destrucción de su sistema político, bajo un formato similar al seguido contra el régimen de Sadam Hussein en Irak.
Este eficaz aprovechamiento simbólico del expediente de la "invasión'', por parte del gobierno de Fidel Castro, explica que en un momento tan desfavorable para su imagen internacional, como el que se inicia con el encarcelamiento de 75 opositores pacíficos, en la primavera del 2003, regiones tradicionalmente contrarias a la política de Estados Unidos, como América Latina y Europa, luego de una crítica reacción inicial, mantuvieran su posición de "diálogo'' con La Habana. El desencuentro entre Estados Unidos, Europa y América Latina, en torno a la política hacia Cuba, es, en buena medida, un éxito de la astucia internacional de Fidel Castro.
La astucia ha resultado ser una herramienta poderosa para manejar la confrontación simbólica con Washington, pero su eficacia es limitada, ya que funciona en ausencia de negociación. La muerte de Fidel Castro marcará el fin de la era de la astucia porque la aspiración a un reconocimiento incondicional de la legitimidad del socialismo está ligada a la figura del máximo líder. Raúl Castro y los demás herederos y sucesores del régimen cubano saben que para normalizar relaciones con Estados Unidos es necesario negociar y que toda negociación implica el intercambio mutuo de ventajas comparativas. Cuando dicha negociación comience, podremos decir que la democracia cubana se acerca.
Mientras Fidel Castro controló personalmente las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, cada vez que se construyeron breves y frágiles escenarios de distensión --1962, 1976, 1980, 1995-- el líder cubano los dinamitó con astucia. Sin Fidel Castro en los controles de ese vínculo tan decisivo para el futuro de Cuba, al gobierno de la isla le será difícil impedir que Estados Unidos haga "el papel de bueno'' --como dijo el ex gobernante al rechazar la ayuda norteamericana para los damnificados de dos huracanes recientes-- y ofrezca una transacción diplomática a La Habana.
El resultado final de esa negociación del diferendo histórico entre ambos países será la liberalización de la economía y la democratización de la política cubanas.
El Nuevo Herald
http://www.elnuevoherald.com/167/story/344629.html
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