Sadi Alonso aprieta un cuadro con la foto de su primo Leonin Ojeda, quien falleción en un intento de llegar a EEUU en una balsa.
La principal víctima del castrismo ha sido la familia cubana. Desde 1959, al dividir la sociedad en revolucionarios y contrarrevolucionarios, el régimen fomenta una escisión en todas las esferas de la vida nacional. Bajo una extrema coacción policial y social, el ciudadano deberá regirse entre estas categorías absolutas, a riesgo de quedar inscrito en esa multitudinaria lista de los que no pueden desempeñar determinadas labores, estudiar tal o cual o ninguna carrera ni viajar al extranjero. Aquellos que se resisten a caminar sobre esta sórdida frontera sólo tienen dos puertas abiertas: la prisión o el exilio.
Con la revolución todo; contra la revolución nada (eco del mussolinista Todo en el estado, nada fuera del estado, nada contra el estado) se alza en paradigma del régimen, suprimiendo las referencias morales. Un Testigo de Jehová será clasificado como contrarrevolucionario y un estafador convicto podrá llegar a general. Una vez que la Revolución (siempre con mayúsculas en la ortografía oficialista) impone su universal meridiano, es mutilado el papel de la familia en la creación y salvaguarda de los valores, así como su tradicional condición de santuario.
Aún las "familias revolucionarias'' han sido desgajadas por el brutal proceso de reorganización social. No olvidemos que la Seguridad del Estado vigila dentro de la familia, mientras que los Comités de Defensa de la Revolución --los CDR-- se encargan de que las familias se vigilen entre sí. La dinámica movilizativa del castrismo disloca igualmente la comunidad del ocio, impidiendo la profundización de los lazos, la supervisión adecuada de menores y ancianos y, con devastadora frecuencia, unas satisfactorias relaciones sexuales y emocionales entre las parejas. Agréguense a este perturbardor marco los problemas de vivienda y la escasez generalizada de bienes y alimentos a lo largo de 48 años. Carl Sandburg, el gran poeta norteamericano de la solidaridad y el trabajo, decía que el tiempo es la única moneda de nuestras vidas. "Ten cuidado'', advertía. ‘‘No vayas a dejar que otros la gasten por ti''. Al adueñarse del tiempo de la persona, la revolución (entre nosotros, con minúscula) llevó a la familia a la bancarrota.
El presidio político, sin paralelo en ninguna nación occidental, incluyendo los períodos de ocupación durante las guerras mundiales, supone una herida irrestañable para los hogares cubanos. Sobre todo, considerando la viciosa aplicación de la pena de muerte en las décadas de 1960 y 1970. Todavía hoy, Cuba exhibe el mayor índice de prisioneros de conciencia del hemisferio.
Sin embargo, el exilio constituye, por su volumen, diversidad y continuidad, la fractura fundamental del tejido familiar del país. De hecho, la energía motivacional del exiliado en su valoración del castrismo surge de esa insoslayable desgarradura. Lamentablemente, la extensión de este artículo no permite mostrar con amplitud casos y datos, a fin de hacernos una idea cabal de este fenómeno.
Baste decir que Miami es la segunda ciudad de población cubana después de La Habana, superando con creces a Santiago de Cuba. Con alrededor de 11,382,820 de habitantes en el 2006, Cuba ha lanzado al exilio cerca de 1.8 millones. Según el Censo de Estados Unidos del 2000 hay 477,405 hogares encabezados por cubanos en suelo norteamericano; 269,868 de éstos en los condados Miami- Dade y Broward. La estadística ofrece una reveladora lectura si contamos con que el número de hogares en La Habana, por información oficial de la isla también del 2000, es de 649,153, con una población de unos 2,400,000 habitantes.
De acuerdo con un estudio del Multilateral Investment Fund (IMF), adscrito al Inter-American Development Bank, conjuntamente con la organización de análisis político Inter-American Dialogue, con sede en Washington, D.C., las remesas de los exiliados a sus familiares en el 2002 alcanzaban $1,094 millones. El investigador Manuel Orozco, del IMF, establece que antes de que se implementaran las restricciones de viajes y envíos de dinero a Cuba el 30 de junio del 2004, tan sólo la industria informal de remesas disponía de unas 3,000 "mulas'' que daban 20 viajes por año cada una con cantidades entre $6,000 y $10,000.
Este panorama, que pasa por alto a los exiliados en América Latina, Europa, Africa y Australia (con importantes comunidades en Sydney y Melbourne), muestra en cifras las dimensiones de la preocupación del exiliado por la familia que ha quedado atrás, un drama con millones de escenarios. La leyenda del éxito del exilio cobra su realidad en la imparable cubanización del sur de la Florida y en el apogeo de una elite cubanoamericana capaz de proyectar su músculo político y económico en la Casa Blanca, bajo administraciones republicanas o demócratas. Otro cantar es el costo humano de esa travesía, que va a marcar el carácter de la nación en el porvenir. Y lo mismo en la estructura de la mayoría de sus empresas como en sus aspiraciones de progreso y la nostalgia por la patria lejana, prima la voluntad del exiliado por reconstituir y preservar su familia.
Las líneas de origen, raza, credo, clase, género, educación y edad convergen en esa sólida matriz del reencuentro. A pesar del enconado debate político entre algunos sectores, el denominador común del exiliado reside en su inserción en un núcleo afectivo extendido a la isla; en los más viejos, fallecidos ya sus familiares y amigos de juventud, el vínculo se aferra a una memoria que idealiza sus esplendores no porque todo pasado sea mejor sino porque el presente cada día es peor.
El exilio registra varias oleadas con características muy precisas, desde la estampida de la burguesía y la alta clase media a principios de la década de 1960 hasta la heterogénea muchedumbre de marielitos y balseros. (Por vía legal, arriban cada año otros 20,000). Día tras día, sabemos de nuevas rutas de contrabando a través del Estrecho de la Florida o la frontera con México, sin mencionar a quienes se arrojan al mar por su cuenta. Puede que esta confluencia de elementos disímiles atente contra una unidad política. En verdad, muchos de los recién llegados eluden cualquier activismo. Lo cierto es que, con los defectos y virtudes de unos y otros, se ha ido forjando una singular manera del ser cubano. A veces, las señas de identidad de esta cubanía ultramarina son más rotundas que aquellas afincadas en territorio nacional. En todo caso, suelen circular en una atmósfera menos asfixiante.
Tardaremos décadas en componer los episodios de este descomunal tapiz. Una pieza, sin duda, enhebrada en el dolor. Hasta en la picaresca del exilio se escuchan en sordina los sollozos. ¿Quién no ha oído hablar del gondolero cubano que derrama los boleros de Frank Domínguez por los canales de Venecia? ¿O del marino mercante que saltó en el Canal de Suez y ahora conduce a los turistas hacia las pirámides sobre unos camellos arreados como se arrean los bueyes en Cabaiguán? ¿O del marielito que encantaba serpientes, ataviado con turbante y daga del Punjab, en la Quinta Avenida de New York? ¿Acaso en su soledad, su temor al fracaso y su añoranza no se igualan al guajiro que se echa dos trabajos de factoría apenas pone un pie en New Jersey, al cirujano que ha de pasar el resto de sus días al timón de un taxi en Chicago, o al millonario que dispuso en su mansión de Coral Gables una habitación para la madre muerta antes de obtener su permiso de salida o para el hermano arrebatado por la corriente del Golfo?
Pericles, que supo medir la inmortalidad de los hombres y la mortalidad de los dioses, sentenció que nadie deja por herencia lo que está escrito en la piedra de sus monumentos, sino lo que haya escrito en la vida de los demás. Nada bueno podrá leer la posteridad acerca de Fidel Castro en las trágicas páginas de la familia cubana.
El Nuevo Herald
http://www.elnuevoherald.com/167/story/341777.html
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