El incidente de Hugo Chávez con el rey Juan Carlos de España en la Cumbre Iberoamericana nos dejó una sonrisa en el rostro. Se trataba del desagradable e irrespetuoso presidente de una importante nación latinoamericana haciendo el papel de bufón. Nada nuevo. Más de lo mismo. Siguiendo los pasos de Fidel Castro cuando en 1962 llamó analfabeto a John F. Kennedy, su discípulo de Venezuela, sin apartarse de su machacante libreto, nos hizo otra puesta en escena donde lo estrambótico se mezcló con lo impresentable y la matonería con la ridiculez. Sin embargo, este segundo incidente de seguidilla con el presidente Alvaro Uribe no nos ha hecho reaccionar del mismo modo, no nos ha dado risa, sino perplejidad. Y hacer un análisis de sus motivaciones no es una tarea fácil.
Cuando Chávez y Piedad Córdoba llamaron por teléfono al jefe del ejército de Colombia, general Mario Montoya, y le preguntaron sobre los militares secuestrados por la guerrilla, sabían lo que estaban haciendo. Que no vengan con cuentos. No son tontos. Estaban conscientes de que como facilitadores rompían flagrantemente las más elementales normas diplomáticas que debían regir la calidad y estilo de este tipo de negociaciones, cuyas reglas del juego habían sido refrendadas ante testigos. Entonces, ¿por qué lo hicieron? ¿Ambos por voluntad propia no estaban trabajando en un objetivo humanitario? Y luego, cuando Alvaro Uribe reaccionó de un modo predecible, ¿por qué Hugo Chávez replicó con epítetos tan insultantes y groseros como para colocar al borde del precipicio la relación entre ambos países?
Descartada esta suposición, la primera teoría que están esgrimiendo los expertos es que ante un espinoso referéndum la semana próxima, que Chávez tiene en el pico del aura, con este incidente tiene la posibilidad de agitar la bandera del nacionalismo para lograr votos, o acelerar la histeria de aquí al domingo, poner al país al borde de la guerra y tener una excusa válida para suspender una contienda electoral que puede fácilmente írsele de las manos. Y es que ya está visto que Hugo prefiere jugar con candela y quemarse que perder. El es una de esas personalidades que, como Jalisco, si no ganan, arrebatan.
Y aunque los que pintan este paisaje pueden tener razón, añado a esta ensalada mi propia salsa. En la biografía novelada de Axel Munthe, La historia de Saint Michele, uno de los libros más extraordinarios que he leído en mi vida, el llamado Médico de Reyes, llega en una ocasión a Roma y descubre que el galeno de moda en la capital de Italia, que dicta geniales conferencias, dirige un importante hospital, receta a sus pacientes drogas de última generación y hace continuas declaraciones a los más importantes medios de prensa de Europa, está loco de remate. Vive entre la gente con completa normalidad, toma trascendentales decisiones, es observado minuciosamente por cientos de personas, pero tiene una habilidad diabólica para ocultar su enfermedad mental. ¿Esta podría ser la circunstancia de Hugo Chávez?
Y es que el presidente de Venezuela está claro que odia salvajemente a los Estados Unidos, pero no creo que odie ni a España ni a Colombia. Y quizás estos últimos encontronazos diplomáticos más que a través de razones políticas deben ser vistos tras el prisma de la forma como Hugo se percibe a sí mismo o percibe a los demás. Como todo inveterado narcisista cuando recibe un rechazo sus emociones se disparan y pierde el control de sus actos. En dos momentos de depresión, relatados por dos testimonios diferentes, los de su íntimo amigo Nedo Paniz y de su amante por 8 años Herma Marksman, cuentan que Chávez utilizó la misma frase para lamentar sus desatinos amorosos: "Yo destruyo todo lo que toco".
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