Manuel Rosales, en Lima, huyendo de la persecución del régimen chavista
Daniel Ortega, el presidente nicaragüense, ha hablado con desprecio de los partidos políticos. Según él, dividen a los pueblos. Los fragmentan en porciones hostiles. Lo conveniente es un partido único, dirigido por un líder carismático, que interprete las necesidades de las masas y ponga en marcha las medidas de gobierno que requiere el bien común.
Al margen de sus convicciones comunistas, reverdecidas bajo el amparo económico de Hugo Chávez y la tutoría intelectual de Fidel Castro, esta andanada contra el pluripartidismo es producto de la reciente visita de Ortega a La Habana, donde conversó durante cuatro horas con el viejo comandante, provisionalmente repuesto del cáncer y de los divertículos que le pulverizaron los intestinos y le dejaron como recuerdo un ano contra natura. En la jerga política del gobierno cubano, al pluripartidismo se le llama ''pluriporquería''. Daniel suscribe con entusiasmo ese juicio político y regresó a Managua dispuesto a enterrar la pluriporquería.
El presidente ecuatoriano Rafael Correa dijo algo parecido durante la Cumbre de las Américas celebrada en Trinidad y Tobago. El periodista (y buen novelista) Juan Manuel Cao le preguntó por la represión en Cuba y la suerte de los presos políticos que hay en la isla, y el joven mandatario le respondió que la única democracia no es la occidental, que Cuba tiene un sistema diferente, pero legítimo de expresar la soberanía popular, y a continuación hizo una encendida defensa de los cinco espías cubanos presos en Estados Unidos por delitos que van desde la complicidad en el asesinato de los pilotos desarmados de una organización que ayudaba a salvar balseros cubanos (Hermanos al Rescate), hasta la infiltración en una base militar norteamericana, de cuyos movimientos informaban al alto mando militar cubano con datos que luego podían ser compartidos con países como Irán o Corea del Norte. (Durante las dos guerras contra Irak los servicios cubanos le transmitieron información militar valiosa a la dictadura de Sadam Hussein.)
Para acabar con el pluripartidismo, la tumultuosa familia del ''socialismo del siglo XXI'' (por ahora Venezuela, Cuba, Bolivia, Ecuador y Nicaragua) cuenta con un instrumento temible: tribunales totalmente dependientes del caudillo que ordena y manda. Así acaba de suceder en Venezuela con el popular alcalde de Maracaibo, Manuel Rosales, que ha tenido que huir a Perú falsamente acusado de corrupción; así ocurrió en Bolivia con Leopoldo Fernández, prefecto de Pando, a quien le imputan una inverosímil corresponsabilidad en la masacre de una veintena de campesinos cometida por grupos paramilitares; así sucede en Nicaragua, donde al diputado Eduardo Montealegre (a quien le robaron descaradamente su triunfo electoral por la alcaldía de Managua) lo amenazan con llevarlo a la cárcel por haber realizado o autorizado unas transacciones bancarias que no violaban ninguna ley del Estado.
Para eso han quedado los tribunales en el perímetro del socialismo del siglo XXI: para acosar y demoler las maquinarias políticas de la oposición o para triturar a sus líderes. Con total franqueza lo explicó Evo Morales a los ministros de su gabinete, y cito de memoria: ``ustedes hagan la trampa que tengan que hacer, y luego busquen los argumentos legales para justificarlo, que para eso son abogados''.
Uno pudiera pensar que detrás de ese comportamiento hay cinismo e hipocresía, pero no es verdad. Lo que hay son convicciones ideológicas. Esta tribu de la izquierda carnívora no cree en el pluripartidismo, en la alternancia en el poder, o en los límites a la autoridad. Todas esas son zarandajas inventadas por la burguesía explotadora para perpetuarse en el gobierno. Tampoco cree en el equilibrio de poderes independientes que se contrapesan, en la democracia representativa, en las virtudes del mercado o en la existencia de derechos naturales que protegen a las personas de las arbitrariedades del Estado o de otras personas.
Estamos en presencia de una fuerza política convencida de las virtudes del mando vertical, absolutamente entregada a la creencia de que la soberanía popular encarna en la cabeza del Estado, ese caudillo lleno de buenas intenciones, esa noble criatura dotada de un instinto excepcional que lo precipita a crear un mundo justo e igualitario para beneficio de sus necesariamente dóciles súbditos. Una fuerza política, además, persuadida de que el comercio libre es una artimaña de las potencias imperiales para subyugar a los pueblos del tercer mundo porque, como afirma Evo Morales, Occidente representa ``la cultura de la muerte''.
Curiosamente, los latinoamericanos estamos reeditando una batalla que pareció librarse a principios del siglo XIX entre el absolutismo español de Fernando VII y las ideas liberales de los próceres de la Independencia. No hay nada más parecido al pensamiento monárquico conservador de las fuerzas realistas de Fernando VII que el socialismo del siglo XXI, y, por la otra punta del conflicto, no hay nada más próximo a las ideas de sus adversarios que el discurso político de personajes como Miranda, Bolívar, Sucre o Santander, partidarios todos del diseño republicano, de la libertad económica, de la existencia de derechos naturales (incluidos el de propiedad), firmes creyentes en que la soberanía residía en el pueblo y se delegaba su representación mediante elecciones democráticas.
¿En qué va a parar este enfrentamiento? A principios del siglo XIX ganaron las ideas de la libertad. A principios del siglo XXI ocurrirá lo mismo, pero costará sangre, sudor y lágrimas.
Diario de América